He oído decir que la séptima hermana de una
familia siempre es bruja, y empiezo a pensar que debe haber algo de cierto en
esa afirmación porque la séptima hija de un farero hace años que me embrujo.
Desde los siete años comencé a veranear con
mis padres frente a la costa atlántica, en un pueblecito costero cercano a un
hermoso faro. Desde entonces, y durante diez años, viví enamorado en secreto de
la más pequeña de las hijas del farero. Finalmente, en mi último verano de
Instituto, descubrí que mi amor era correspondido. Una noche, a escondidas, me
llevó hasta el faro y me mostró la lente escalonada que allí se usaba para
proyectar la luz. Fue entonces cuando oí por primera vez hablar de Fresnel, y
de cómo aquel invento suyo resultó ser revolucionario sustituyendo poco a poco
en cada faro los sistemas de espejos por lentes como aquella, que aprovechando
las propiedades de refracción de la luz producían una iluminación más potente.
Me mostró el corazón de aquella estructura creada para guiar barcos antes de entregarme
el suyo propio. Bajo su luz intermitente aquel verano de primeras veces llegó a
su momento álgido.
Pero las
vacaciones terminaron, llegó la Universidad y, tal vez porque ya la había
conseguido, perdí el interés por volver a veranear con mis padres en aquel
pueblito costero. Solo regresé una vez, ya graduado en óptica y optometría, y
quiso la fortuna que me tropezara de frente con ella. No dije nada porque me
sentía culpable y mezquino, pero ella si me hablo. No hubo hola ni adiós, solo
estas palabras: ‘Te garantizo que, por
mucho que intentes olvidarme, llegará un momento en que te acordarás de mí cada
día’
Y aquí estoy, como asistente de un
oftalmólogo, comprobando con prismas Fresnel todos los días si los pacientes
estrábicos que vienen a la consulta son o no buenos candidatos a la cirugía.
Cada vez que miro las lentes, cada día, pienso en ella y en lo estúpido que
fui.