Nací con el
milenio y en 2018 me matricularía en la Universidad de Zaragoza en el Grado de
Óptica y Optometría. Un par de noches antes mi madre tuvo un sueño
premonitorio, le gustaba presumir de tener ese don, y aunque era impredecible
cuando sucedía decía que nunca fallaba. Me dijo que me olvidara de seguir los
pasos de su padre, mi abuelo, que mejor estudiara algo relacionado con las
nuevas tecnologías; pero yo no tenía muy clara mi vocación.
Tras terminar
mis estudios la realidad, poco a poco, se dedicó a burlarse de mí. Primero
descubrí que nadie estaba dispuesto a pagarme por revisarse la vista, si lo
harían por revisar la lavadora o el coche pero no sus ojos. Lo siguiente, mi
establecimiento se hizo innecesario para adquirir lentes de contacto o gafas de
sol, para eso estaba Internet. Pero no solo eso, con el paso de las décadas
aparecieron aplicaciones capaces de calcular refracciones con gran exactitud,
ya no éramos necesarios tampoco para adquirir gafas graduadas tanto monofocales
como progresivas on-line. Y por último la nanotecnología nos dio la puntilla. A
través de las Nano-Drops conectadas al móvil se hizo realidad la autocorrección
de ametropías con lentes de contacto inteligentes. Los que nos refugiarnos en
los pacientes de Baja Visión tardamos un poco
más en cerrar, pero la regeneración de corneas a través de células madre
y los transplantes de retina de grafeno en los casos más extremos hicieron el
resto. La profesión estaba condenada a desaparecer, como desaparecieron antes
las de afilador o campanero. Nadie puede sobrevivir poniendo tornillos. Yo fui
el último optometrista en cerrar de mi ciudad.
Entonces
desperté. El mismo día que debía presentar la matrícula había soñado el mismo
sueño que mi madre. Aun así lo hice pero… y si fuera cierto.