Maca, con el océano de fondo, pidió a un camarero que la
sacara una foto donde se viera bien su nuevo tatuaje. Posó de espaldas pero con
el rostro girado y sonriendo al objetivo. En la cabeza llevaba un colorido
pañuelo tapando su pelo corto, la espalda desnuda, y la braga brasileña dejaba
al descubierto dos simpáticas huellas de oso dibujadas en el glúteo.
La primera persona que entró en la óptica de Berto el lunes
por la mañana fue el cartero con un par de cartas, una buena y una mala.
La mala traía una letra del retinógrafo que se había
comprado después de asistir a un curso de interpretación de imágenes en pleno
subidón profesional; ahora se preguntaba cuando rentabilizaría aquella
inversión. La buena era la carta de una clienta a la que hacía mucho que
no veía. Maca, una mujer exitosa de 37 años que vivía sometida a
mucha presión y ganaba más dinero que tiempo disponía para disfrutarlo; las
lentillas, las gafas, las reparaciones, todo lo necesitaba cuando iba para
ayer. La última vez que estuvo en la óptica tenía mal color y había adelgazado
mucho. Le encanta hacerse fotos así que no desperdició la oportunidad de
pedirle que le fotografiara las retinas; nunca se lo habían hecho. Berto
encantado de practicar con su nuevo juguete. En el ojo derecho descubrieron
entusiasmados unas manchas negras apodadas como huellas de oso, solo en un ojo
es benigno; pero en el ojo izquierdo tenía también. Recordó un caso práctico de
aquel curso que le había llevado a la compra del aparato: Síndrome de Gardner,
100% riesgo malignidad intestinal.
Dentro del sobre que Maca le remitía había una foto de ella
mirando al mar, también una nota con un escueto: "Gracias, te dije que lo haría", y por último un
cheque por el valor del aparato que había servido para salvarla la vida; y no
solo en su interpretación más literal. Aquel lunes el retinógrafo quedó
sobradamente amortizado.
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