Lucía no tenía ningún interés en acudir a aquella cita a
ciegas que le había organizando su hermana, pero insistió tanto que allí
estaba. A sus estupendos cincuenta años no había tenido mucha suerte en el
amor, empezando por un marido que le salió rana. Su ex, al ver que se acercaban
al medio siglo de vida, decidió cambiarla por otra más joven en un intento
patético de dar marcha atrás al reloj de la vida.
Cuando llegó al restaurante y lo vio allí sentado estuvo
tentada de darse la vuelta, pero ya la había visto él a ella también. No es que
no lo encontrara atractivo, que lo era y mucho, ¡pero en que pensaba su
hermana, aquel chico aun no tendría ni cuarenta! Lucía tenía muy claro en que
liga jugaba, y no quería compañeros ni más mayores ni más jóvenes, a pesar de
que por su apariencia y experiencia nadie podría echarla en cara que se lanzara
a la caza de algún yogurín.
Irremediablemente intercambio saludos con su cita y tomó
asiento en la mesa. Mientras llegaba el camarero charlaron un poco, le
sorprendió gratamente lo fácil que era hablar con él pero... ¿Cuántos años
habría de diferencia? Al llegar por fin la carta, mientras Lucía trataba de
enfocar las letras alejándosela, su pareja, sin ningún pudor, se sacó unas
gafas de cerca de la chaqueta.
– ¿Si quieres usar las mías te las dejo? – le ofreció
después de elegir.
– ¿Tú usas gafas de cerca?
– Pues claro, los años no perdonan.
Lucía las tomo y se las puso, no tanto para leer como para
calcular; más o menos eran de la misma graduación que las suyas lo que
significaba que ellos eran también más o menos de la misma edad.
De pronto ya no era tan reacia a aquella cita y empezó a
estar agradecida a su hermana.