La alegría
perenne de los preciosos ojos verdes de Vicente se la llevó la lluvia de fuego
de la pasada Nit de LÁlbà. Nadie en su familia quería que participara en la guerra
de carretillas, y su tía llegó a aburrirle tanto en sus intentos de disuadirle
que optó por mentir a todos para que le dejaran en paz de una vez. A sus recién
cumplidos dieciocho no tenía ganas ni de pedir permisos ni de dar
explicaciones. Pero quiso el infortunio que todo se descubriera pronto al
impactarle un petardo en el ojo.
Tuvo suerte
de no perderlo, tuvo suerte de que la cicatriz no le afectara a la visión, tuvo
suerte de que todo quedara en un simple problema estético… Y estaba aburrido de
oír que tuvo suerte. Cada vez que se miraba al espejo solo veía aquella nube blanca
en su ojo izquierdo que le nublaba el ánimo.
Paseaba
solitario y taciturno por delante de la óptica de su tía, y madrina, cuando
esta le llamó y le invitó a entrar. Tía y sobrino compartían el mismo color de
ojos.
– Tengo un
regalo para ti. – le dijo.
La había
estado evitando desde hacía mucho tiempo así que le sorprendió mucho que
tuviera un regalo para él así como así.
Lo condujo al
gabinete, y lo sentó en la mesa llena de espejos destinada a las adaptaciones
de lentillas. De un cajón sacó un blister con una lente de contacto protésica
de color verde.
– ¿Y con esto
pretendes que me sienta mejor? – dijo más ofendido que agradecido.
– Cada
persona libra su propia batalla en esta vida. La autoindulgencia no es una
opción.
Y entonces
ante la sorpresa de Vicente, que jamás hubiera adivinado el secreto que
guardaba su madrina, se quitó una carilla protésica del ojo izquierdo. Después
se la volvió a colocar como si no hubiera pasado nada, puso la lentilla en el
ojo de su ahijado, y ambos se miraron al espejo. Cuatro iris verdes,
perfectamente iguales, se reflejaron el; y por primera vez en mucho tiempo los
ojos de Vicente volvieron a sonreír.
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