Envidiaba tanto a su marido, o mejor dicho,
su profesión.
Cada día que pasaba encontraba más deprimente
su oficio de policía, ¡en que estaba pensando cuándo decidió entrar en el
cuerpo! Allí estaba ella, una vez más, ante un cuerpo inerte víctima de una
violencia desmedida e injusta. Es lo que tiene homicidios. El asaltante se
había colado en la casa de aquella pobre chica y la había matado. Se contaba
con tres testigos oculares de lo sucedido pero aun así nadie sabía por donde
empezar; y es que los gatos como testigos no son muy buenos. Según el forense
la muerte se produjo cinco días atrás, el tiempo exacto desde el cual no tenían
noticias de la muchacha sus familiares. También, según el forense de nuevo, uno
de los gatos había arañado al asesino; igual al final los gatos iban a ser de
más ayuda de lo que había pensaba en un principio.
Se asomó a la puerta principal, varios
curiosos rodeaban el cordón policial y los escrutó minuciosamente a todos.
Sabía que era frecuente que los asesinos volvieran al lugar de sus crimines a
ver trabajar a la policía, y así fue como, entre aquella pequeña muchedumbre, un
hombre captó su atención. Tenía el párpado del ojo derecho rojo e inflamado. Vio
como la observaba fijamente. Ella hizo ademán de mirar algo al cielo, y
comprobó que cuando aquel tipo intentó hacer lo mismo en un acto reflejo su ojo
derecho fue incapaz de elevarse en vertical. La inspectora había visto una
imagen similar a la mirada de aquel individuo en los apuntes del Master de patología
ocular para optometristas de su marido: era un síndrome de Parinaud, frecuente
en la enfermedad del arañazo de gato.
Se trataba solo una corazonada, tenían que confirmarlo, pero la aburrida
profesión de su marido acababa de darle un hilo del que tirar.
Envidiaba tanto a su marido, o mejor dicho,
su profesión.