Tinder es un invento del demonio, estoy convencida.
Una amiga obsesionada en que
rehiciera mi vida, como si por no tener pareja todo lo que yo soy no tuviera
ningún valor, me hizo un perfil sin contar conmigo. No se molestó en explicarme
el funcionamiento de la aplicación en cuestión y, como la curiosidad al final
me pudo, deslicé una foto en la dirección equivocada. El susodicho no tardó en
ponerse en contacto conmigo. Con los móviles de por medio aquel gusano resultó
ser más simpático que en persona. Acepté la propuesta para cenar juntos el fin
de semana y el viernes, tras perfilar mis ojos como único artificio de
maquillaje, salí para el restaurante.
En la cena el vino que bebió no tardó en hacerle
efecto y sacó a la luz el machito misógino que en realidad era. La conversación
se volvió incómoda antes de terminar el primer plato y no habíamos llegado a
los postres cuando, sin haberle dado yo pie en ningún momento, empezó a
narrarme lo que me haría aquella misma noche en cuanto me tuviera en su cama.
– Creo qué te equivocas, eso no va a suceder –. le
dije.
– No irás a hacerte la estrecha ahora, me vas a decir
que no te has pintado los ojos con esa mierda negra alrededor para que te eche
un polvo –. y lo dijo en un tono de voz
tal alto que me abochornó – Las mujeres empezasteis a maquillaros para que os
miráramos, y no por otra cosa.
– Creo que en eso, como en otras muchas cosas
seguramente, estás equivocado –. intervino otro chico que compartía mesa con un
grupo de amigos a nuestro lado – El maquillaje negro alrededor de los ojos, el
Kohl, lo inventaron las mujeres como protección contra las dolencias de los
ojos; y funciona. En el Antiguo Egipto este maquillaje, por sus propiedades
bactericidas, era la única protección contra la ceguera de los ríos. Si una
mosca infectada por un gusano parásito llamado Orchoerca Volvulus, que viven en
simbiosis con una bacteria, te picara los gusanos te harían túneles en la piel
y liberan millones de descendientes, pero sería la bacteria la causante directa
de tu ceguera.
Mi cita lo miró fijamente durante unos segundos, como
si no comprendiera a que había venido aquello.
– Si no te importa, estamos cenando.
– ¡Estábamos! – grite desde la salida.
Antes de escapar vi que el chico, con cuya historia
había provocado la distracción que me había dado la oportunidad de huir, me
sonreía. Leí en sus labios: “Otra cosa en la que estás equivocado”, y cerré la
puerta.