martes, 16 de octubre de 2018

PEREZA




– ¡Ahí te quedas! – exclamé antes de cerrar la puerta por última vez de un portazo.
Ni por esas se movió del sofá.
Tres viajes me costó recoger todas mis propiedades del piso pero ni me ayudó a recogerlas, ni me pidió que me quedara, ambas cosas debían suponerle demasiado esfuerzo. Aquellos hermosos ojos verdes que me habían sorbido el seso años atrás no eran capaces de hacer otra cosa que mirar con desgana el televisor. Lo bueno era que así no veían la casa llena de basura o los lamparones sobre su propia ropa. En aquellos momentos lo único que tenía que hacer era mantener limpio el piso y de paso mantenerse limpio él, yo era la que trabajaba fuera todo el día. El tema comida era cosa a parte. Casi desde que nos fuimos a vivir juntos renuncié a comer cualquier cosa que no fueran precocinados; precocinados que calentaba yo misma al llegar. ¡Qué idiota!
Nos conocimos en el instituto, yo acabé pero él no. En la Universidad, mientras él saltaba de trabajo en trabajo, le pedí que viniera a verme a las prácticas para hacerle una revisión de la vista gratis. Fue ahí cuando detecté su problema, del mío me di cuenta más tarde. El diagnóstico: ambliopía bilateral. Di por sentado que de ahí le venían todos sus dificultades de aprendizaje y concentración, pobrecito. Y que cierto es que el amor nos vuelve ciegos, porque en realidad era yo la que no veía bien. El que se pasara la mayor parte de las horas del día jugando a la play y viendo dibujos no era la consecuencia de toda una vida arrastrando problemas visuales, más bien que sus dos ojos fueran vagos era un aviso de lo que venía después.

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