– ¡Ahí te quedas! – exclamé antes de cerrar la puerta
por última vez de un portazo.
Ni por esas se movió del sofá.
Tres viajes me costó recoger todas mis propiedades del
piso pero ni me ayudó a recogerlas, ni me pidió que me quedara, ambas cosas
debían suponerle demasiado esfuerzo. Aquellos hermosos ojos verdes que me
habían sorbido el seso años atrás no eran capaces de hacer otra cosa que mirar
con desgana el televisor. Lo bueno era que así no veían la casa llena de basura
o los lamparones sobre su propia ropa. En aquellos momentos lo único que tenía
que hacer era mantener limpio el piso y de paso mantenerse limpio él, yo era la
que trabajaba fuera todo el día. El tema comida era cosa a parte. Casi desde
que nos fuimos a vivir juntos renuncié a comer cualquier cosa que no fueran
precocinados; precocinados que calentaba yo misma al llegar. ¡Qué idiota!
Nos conocimos en el instituto, yo acabé pero él no. En
la Universidad, mientras él saltaba de trabajo en trabajo, le pedí que viniera
a verme a las prácticas para hacerle una revisión de la vista gratis. Fue ahí
cuando detecté su problema, del mío me di cuenta más tarde. El diagnóstico:
ambliopía bilateral. Di por sentado que de ahí le venían todos sus dificultades
de aprendizaje y concentración, pobrecito. Y que cierto es que el amor nos
vuelve ciegos, porque en realidad era yo la que no veía bien. El que se pasara
la mayor parte de las horas del día jugando a la play y viendo dibujos no era
la consecuencia de toda una vida arrastrando problemas visuales, más bien que
sus dos ojos fueran vagos era un aviso de lo que venía después.
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