Ninguno de los que asistimos a aquella cena de
reencuentro de compañeros de la Universidad recordábamos su nombre real,
llevábamos tantos años refiriéndonos a
él como Darth Vader que el único nombre que nos venía a la cabeza era el de Anakin
Skywalker. El apodo se lo ganó a pulso por culpa del peculiar diseño del casco
de su moto, que aparcaba frente a la misma puerta de la Escuela, y su
dependencia de los respiradores de ventolín.
Cuando empezamos era el mayor de la clase. Al
principio todos lo tomamos por un torpe repetidor, pero pronto sus notas en los
exámenes nos dejaron claro que iba a ser el mejor de la promoción. El futuro en
el horizonte tras acabar para la mayoría no era suficiente para él; quería más.
Nos dijo que no tenía la más mínima intención de acabar siendo un pringado con horario comercial de lunes a
sábado y nos echamos a reír, pero hablaba en serio. Allí estaba, veinticinco
años después, presumiendo de su trabajo en una clínica con horario de mañana y
de lunes a viernes, con todos los puentes y domingos libres. Cuando le
preguntamos como lo había hecho nos respondió que lo mejor está en el reverso
tenebroso de la fuerza, palabras textuales. Quedamos un poco descolocados hasta
que lo explicó mejor, era el único óptico en una clínica oftalmológica dedicada
en exclusiva a la cirugía refractiva.
Al final resultó que, al menos como optometrista, era
un auténtico Lord Sith.
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