Siempre he sido un cinéfilo, y por eso cuando Norman
entró por la puerta de mi óptica la primera vez y me dijo su nombre lo que
automáticamente sonó detrás dentro de mi cabeza fue “Bates”; nunca imaginé que
era un aviso.
Aquel inglés de mediana edad y aspecto bohemio, que
había huido de las brumas de Gran Bretaña para instalarse en una autocaravana
junto al mar en plena Costa Blanca, quería que le revisara la vista. Por
supuesto, lo normal por su edad, tenía presbicia. Me pagó la revisión y no volví
a saber nada más de él en un año. Pasado el tiempo repitió consulta, y pareció
decepcionado cuando le confirmé que la presbicia no había disminuido, pero de
nuevo no se hizo gafa. Volvió a transcurrir algo más de un año y repitió por
tercera vez el examen conmigo; demandaba
media dioptría más. Parecía descorazonado. Aquel día si se decidió a comprar y
al salir tiró a la basura una gafa de sol con los cristales taladrados, una
rudimentaria multiestenopeica.
– Bates no funciona – farfulló al salir.
De pronto recordé algo. Busqué en youtube y comprobé
que había cientos de videos explicando el Método Bates. Que aquella terapia
alternativa para mejorar la agudeza visual, nacida hace más de un siglo, aun
hoy tuviera seguidores me dio un escalofrío. Para mí fue peor que la primera vez que ví
la mítica escena de la ducha de Hitchcock.
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