Eran mediados de Diciembre de 1978, la nueva
Constitución Española acababa de ser aprobada por referéndum y las Navidades
estaban a la vuelta de la esquina. En aquellas fechas pisé una óptica por
primera vez en mi vida. Entré al establecimiento del amigo de mi padre de su
mano, y un poco asustada.
– Te la traigo para dejar de oír a su madre
con lo de: “A la chiquilla le duele la cabeza, a ver si va a ser de la vista” –
e hizo un gesto de hastío – Ya sabes lo agotadoras que pueden ser las mujeres.
– Vamos a hacer que le eche un vistazo la
chica que acabo de contratar, tu hija parece un poco asustada y las mujeres tienen más mano con los niños; son
más maternales – respondió el óptico.
– Pues ten cuidado con eso, ya sabes lo malo
de contratar mujeres. Con eso de que son más maternales luego se quedan
embarazadas y te dejan empantanado con todo el trabajo.
– Yo creo que de momento no tengo de que
preocuparme, ¿verdad bonita?
Me sorprendió que a pesar de su bata blanca y
su aspecto profesional hablaran con ella en el mismo tono con el que me
hablaban a mí.
La seguí hasta el gabinete. Con mucha
paciencia extrajo con mi poca ayuda mi primera graduación. Era y soy astígmata,
y durante diez años llevaba viendo el mundo con una percepción distorsionada.
Cuando salimos mi padre cuestionó la receta
que la óptico le mostró, y su jefe no hizo ademán de defenderla. Le sugirió que
para quedarnos más tranquilos me llevara a la consulta de un reputado y caro
oftalmólogo. Hasta que aquel señor de bigote no le dio lo mismo escrito de su
puño y letra no aceptó que su hija realmente necesitaba gafas y por eso le
dolía la cabeza. Después de aquello empecé a ver el mundo con otros ojos en
muchos sentidos.
Hoy, con mi medio siglo a las espaldas, sigo
viendo que las mujeres tenemos que seguir haciendo visibles muchas injusticias
que vivimos, pero con la esperanza de que la sociedad empieza a ser cada vez
más consciente de nuestra realidad. Ojalá no sea necesario esperar cuarenta
años más.
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