Me empujan para salir, aunque yo no quiero. Al otro
lado del gran portón de madera oigo los gritos del gentío y música lejana, pero
no soy capaz de distinguir nada, no diviso más que borrones en una gama
cromática que se mueve entre el azul y el verde. De pronto parece que algo se
mueve, o no, no veo bien.
Avanzo sobre la arena a sabiendas que no puedo
aventurarme más que hacia mi fin, y así debe ser. Si opongo resistencia,
demasiada resistencia, y acabo con mi verdugo ellos matarán a mi madre y a mis
hijos; toda mi estirpe desaparecerá. Ahora sí, algo se mueve, y me lanzo a
atacar decidido. Soy fuerte y encajo bien los golpes, a pesar de las heridas me
mantengo en pie. No debo matar, pero tampoco quiero morir. Los minutos son
horas interminables. Oigo murmullos que se transforman en gritos, y aunque
intento entender que pasa no puedo, no veo. Pese a mi aspecto de ogro me
encuentro tan limitado visualmente frente a mis adversarios. Retinas
dicrómicas, un área visual poco desarrollada con dificultades para detectar el
mundo que me rodea y el movimiento. Y entonces, tras tres toques, todo se para. La sangre
me chorrea por la cara y se me mete en los ojos cuando por fin comprendo que
van a perdonarme la vida, voy a ser indultado.
Vuelvo a cruzar el portón para curarme las heridas que
me han hecho. Hoy nadie comerá mi rabo de toro guisado, de ahora en adelante me
espera la buena vida del semental. Un extraordinario final feliz sobre la arena
del ruedo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario