El doctor era
un sesentón, fumador empedernido, de esos que daba consejos a sus pacientes que
él no cumplía. Tenía fama de soberbio, pero no caer en la soberbia siendo tal
eminencia en su campo era difícil; o eso decía de él el óptico-optometrista que
tenía contratado desde hacía un par de
años en su consulta. Por su parte el oftalmólogo opinaba de su asistente
veinteañero que tenía delirios de grandeza respecto a sus funciones, él estaba
allí para graduar porque esa tarea al doctor le aburría soberanamente; lo suyo
era el diagnóstico y tratamiento de las enfermedades del ojo. Pero como siempre
se ha dicho que en casa del herrero cuchara de palo.
Una noche, al
acabar de pasar consulta, el doctor se frotó los ojos cansados y arrojó sus gafas
de cerca sobre el escritorio; hacía tiempo que sospechaba que tenía un problema
que evitaba encontrar.
Pasó al gabinete óptico, donde el chico
terminaba de recoger, y le pidió que le acompañara para poder hacerse una
prueba; solo no podía. Antes de ver la imagen de su propia retina anaranjada
salpicada por manchitas claras en torno a la mácula supo por la cara del
óptico lo que había: Degeneración macular asociada a la edad.
El chico
rompió el silencio del oftalmólogo al confirmar sus peores
sospechas.
– Tranquilo
doctor, siempre podrá contar conmigo. Empecemos por cambiar su visión de las
cosas.
Y de una caja
de filtros de prueba extrajo un par de lentes anaranjadas. Al ponerlas delante
de los ojos del doctor notó una clara mejoría en la visión con que lo percibía
todo… pero sobre todo empezó a ver con otros ojos a aquel crío.
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