Dentro de sus
rutinas semanales la hora de piscina del jueves era la que más le gustaba.
Llegaba al gimnasio portando sus gafas de pasta gruesa, con esas lentes llenas
de aros que empequeñecían sus ojos tan típicas de los miopes. Pero cuando iba a
la piscina se lanzaba al mundo a lo loco, sus gestos la delataban. Guiñaba los
ojos tratando de ver cualquier cosa que se escapara de su campo visual, que era
casi todo, así que la mayor parte de las veces aquello no era bastante. No
toleraba las lentes de contacto, por más blandas e hidratadas que fueran
Un día
ocurrió algo curioso, juraría que al entornar los ojos vio a alguien
observándola a lo lejos, más lejos de lo normal, y por un instante se le heló
la sangre.
A la semana
siguiente, no sin cierto temor, volvió a fijar sus ojos al fondo de la piscina
y efectivamente allí estaba otra vez, un chico de su misma edad la observaba a
una distancia muy superior a la que ella normalmente era capaz de enfocar. Y no
solo es que pudiera verlo, es que incluso pudo ver con total claridad como en
su rostro se mostró contrariedad al darse cuenta de que ella lo miraba…era
imposible, desde aquella distancia, que pudiera verlo observándola con ojos de
total devoción.
A la salida del gimnasio ella se quedó esperando
a su silencioso admirador. Él salió del vestuario con gafas, unas muy parecidas
a las que ella ya no usaba, y los ojos completamente rojos; esos que se ponen
cuando te esfuerzas en ponerte unas lentillas que tu cuerpo rechaza. El tímido
miope desconocido no pudo esconder su sorpresa.
– Porque no dejas de mirarme tanto y me
invitas a un café. – le dijo.
– Pero… ¿Ahora puedes verme?
– Es la magia de la Orto K… deberías probarla
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